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REVISTA
Revista Compartiendo (Febrero 2014).
Su humildad la elevó
Queridos amigos: en esta oportunidad quiero recordar, junto a ustedes, la fiesta de la presentación del Niño Jesús en el Templo de Jerusalén. Y también, la purificación de María, quien humildemente, cumplió con todos los preceptos de la Ley de Moisés.
María, siendo Madre de Jesús, Madre de Dios, cumplió con todo lo que debía como una más.
¡Cuánta humildad, cuánta entrega!
En aquel tiempo había cosas que se consideraban impuras, por ese motivo ninguna mujer que estuviese en un proceso de sangrado podía presentarse en el Templo. Aquellas que estaban en el tiempo posterior al parto no podían asistir al Templo hasta estar totalmente restablecidas y limpias. (Aún hoy, algunos grupos, dentro del Judaísmo y de los musulmanes, mantienen esa costumbre).
María cumplió con esto. Luego de cuarenta días del nacimiento de Jesús se presentó en el Templo como lo ordenaba la Ley llevando a su hijo primogénito para presentarlo al Señor, ya que según la ley le pertenecía a Dios y, como ofrenda para rescatarlo, dos palomas.
¿Y por qué se “rescataba” a todo varón primogénito?
Porque era éste quien iba a dar descendencia a la familia; era entonces un símbolo de vida, debía llevar adelante la procreación. Y también era presentado como alguien dispuesto a cumplir la voluntad de Dios.
José y María cumplieron con todo lo que exigía la Ley de Moisés con suma humildad.
Sabemos que, en aquel tiempo, la riqueza se contaba por los rebaños que se poseían; al ofrecer el mejor animal se estaba ofreciendo un gran sacrificio al Señor. Eran los más ricos quienes podían hacerlo. Los pobres, los humildes, también debían ofrecer en sacrificio algún animal y ¿qué fue lo que ofrendaron María y José?
El Evangelio nos dice que ofrecieron lo que ofrecían los más humildes: un par de tórtolas (pichones de palomas).
Y así, Jesús, fue presentado en el Templo de Jerusalén por primera vez.
Veamos ahora qué fue lo que dijo el profeta Simeón al ver al niño: “Este niño es la luz que brilla en el mundo”.
Si recordamos, poquitos días atrás, en Navidad, se presentó a Jesús como “la luz verdadera que viene a quitar las tinieblas del corazón del hombre”; y Simeón al verlo por primera vez dijo: “Este niño es la luz del mundo”.
Y, presentándolo como luz, Simeón también dice: “Señor, ya estoy feliz porque han visto mis ojos a tu Salvador, que tú preparaste para presentarlo a todas las naciones. Luz para iluminar a todos los pueblos”… Y dijo esto porque, como era ya muy viejo y sabía que podía morir en cualquier momento, había pedido al Señor que le diera la gracia de ver antes al Salvador. Por esta razón, en el momento en que lo vio, agregó: “Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz”
Siempre que celebramos esta fiesta pienso en María, pienso en su manera de unirse a la voluntad de Dios. Nunca se desligó de los proyectos que Dios había propuesto en su vida. Nunca, en ningún momento, ni por orgullo, ni por vanidad, ni por poder, se desvinculó de Dios. Siempre estuvo unida a Él. Y pensemos que, fácilmente, ella podía haber perdido la cabeza ya que era una mujer privilegiada: “¡Era la mamá de Dios!”
¡Qué admirable fue, es y será la humildad de María!
Recordemos que, en el momento de la Anunciación, María dijo: “El mundo cantará la grandeza de Dios porque ha mirado a su esclava y la ha llevado a ser madre de Jesús, todas las generaciones me llamarán bendecida, llena de gracia. Soy feliz porque Dios ha mirado mi pequeñez”. Sin embargo, nunca perdió la cabeza, nunca se sintió superior a nadie...
Tanto María como José, se integraron al pueblo como uno más, en el cumplimiento de todo lo que el Señor pedía; hasta eligieron la ofrenda más humilde y sencilla, para ser como uno más.
¿Cuántos de nosotros, en la misma situación, nos comportaríamos así?
Algunos hasta no reconocerían más a los parientes, ni a los vecinos; “el humo puede subir fácilmente a la cabeza” ¿no? Y es que, a veces, el ser humano (por orgullo y vanidad) se siente más significativo y llega a pensar que es poderoso, omnipotente.
Nadie es omnipotente, sólo Dios y, dentro del pueblo de Dios, todos somos iguales.
La gracia de Dios puede obrar de manera muy significativa con los sencillos y humildes de corazón (como María). Fue, justamente, su humildad la que la elevó a una dignidad tan alta que fue bendecida, privilegiada y glorificada por Dios.
¿Escucharon, alguna vez, el cuento del barrilete?
Era un barrilete que comenzó a subir y subir; y mientras más alto subía, decía: “¡Qué lindo! A mayor altura puedo ver más cosas”. (Por supuesto, claro que podía, pero esto era posible porque la mano que lo guiaba sostenía el hilo firmemente para que este barrilete subiera sin problemas). Y cuanto más subía, más orgulloso se ponía y más deseaba seguir subiendo.
En un momento dijo: “Qué lindo sería poder subir más pero... el hombre que sostiene el hilo me retiene y no me lo permite”. (Quien lo había remontado lo hacía muy bien y, por más que el viento cambiara o soplara con fuerza como para hacerlo caer, sabía ubicarlo en la posición correcta para que se mantuviera arriba).
Pero el barrilete no entendió esto. No entendió que, si había podido llegar tan alto, era gracias a quien lo guiaba desde abajo. Entonces se dijo: “¿Por qué debo seguir atado? ¿Por qué debe manejarme alguien? ¿Por qué tengo que hacer lo que otro quiere? ¡Quiero ser libre!”. Y subió un poco más hasta que el hilo se tensó... y se rompió. Y entonces sí, siguió volando libre y contento. “¡Por fin!” -decía- “¡Ya no hay nadie que me obligue y me dirija!”.
Sólo un instante después, sopló un viento fuerte en lo alto, el barrilete quería que lo bajaran pero ya no había hilo, ni guía. Entonces el viento arremetió con fuerza y el barrilete, solo y sin rumbo, se rompió en pedazos.
Y así nos pasa muchas veces, cuando no sabemos manejar nuestro orgullo, nuestra vanidad, nuestro “poder”, nuestra “importancia”; cuando queremos ser “libres”, no queremos estar atados con nada ni con nadie.
La vida, a veces, nos da la facilidad de subir, ver y disfrutar pero, será así, siempre y cuando, seamos hombres y mujeres que dejemos que Dios maneje “nuestros hilos” como Él quiera.
Por eso admiro tanto a María; porque nunca olvidó aquellas hermosas palabras que dijo: “Yo soy la esclava del Señor, hágase en mi tu voluntad”.
Pudo ser la mujer más orgullosa, más vanidosa pero, por su humildad, por su integración con los demás; sobre todo, por aprender a dejar que el Señor maniobrara su vida, Dios la elevó más alto que a cualquiera.
¡Qué grandeza la de María!
María nos habla, no con palabras, a través de su ejemplo, para que también nosotros aprendamos a ser humildes y sencillos de corazón, para que permitamos que Dios guíe y oriente nuestra vida.
A veces queremos sentirnos libres, desvinculados de todo, pero si dejamos que Dios haga su voluntad en nuestra vida, pasen cosas buenas o malas, Él siempre nos estará acompañando con su gracia.
Esta fiesta, que hoy traje al presente, nos recuerda que cuando Simeón levantó al Niño dijo: “Este niño será causa de alegría y también la tristeza de muchos. Y a ti María, una espada te atravesará el corazón”. Es decir: por más sufrimientos o por más altibajos que haya en nuestra vida, la gracia de Dios nunca nos va a abandonar. ¡Nunca!
María así lo creyó y su fe nos invita, nos impulsa, para que también nosotros (más allá de nuestra fantasía, nuestros desvelos, nuestro orgullo o nuestra vanidad) dejemos que Dios obre y Él, conforme a su voluntad, nos lleve a la felicidad, a la gloria de su reino; de la forma en que lo desee.
Este mes, y siempre, pidamos al Señor la gracia de ser humildes y sencillos de corazón como lo fueron José y María.
Padre Ignacio Peries.

Imagen de la portada.
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